Lanzar los dados

28.02.2017

Los niños listos nacen en partos difíciles. Eso dice mi abuela. Y las abuelas nunca mienten.

La historia que aquí voy a contar, que nada tiene en común con las novelas para adolescentes, comenzó como cualquiera de ellas una tarde de verano, o quizá de otoño, lo cierto es que no lo recuerdo, pero hacía calor. Yo estaba en una de las salas del Cine Renoir de Plaza de España viendo la película La isla mínima y quedándome prendado con sus planos cenitales y sus personajes oscuros con un pasado turbulento que sobreviven haciendo equilibrios en el peligroso filo que separa el bien del mal.

Cuando acabó y salimos a la calle le dije a mi mujer: ¡Voy a escribir una historia de detectives! Con un asesino en serie. Una historia de misterio. Ella esperó a que terminara mi efusiva exposición y después dijo: Tú no sabes escribir historias de misterio. Tú solo sabes escribir historias tristes con personajes tristes a los que todo les sale mal.

Estaba en lo cierto. Así que eso fue justo lo que hice.

Escribí una obra de teatro de 15 minutos titulada All the way. Con dos protagonistas cuyas vidas están repletas de costuras desgarradas que no se atreven a remendar.

La pieza se estrenó en el Microteatre de Valencia, tras un mes allí, la compañía se desplazó a Madrid para continuar representándola y, posteriormente, regresaron a Valencia donde estuvieron otras cuatro semanas más en cartel.

Tres meses y más de 250 pases después, el director me llamó una mañana de sábado. Yo estaba en la cola del supermercado esperando mi turno para colocar la compra sobre la cinta transportadora. No podemos dejar que esto termine aquí. Me dijo. Tenemos que dar rienda suelta a los personajes. Tienen mucho que decir y es nuestra obligación dejar que lo hagan.

Le di la razón, después pagué y me marché a casa.

A la mañana siguiente comencé a escribir la obra de teatro Lanzar los dados. Cada día me despertaba a las 6:00, me preparaba una taza de café y me sentaba frente al ordenador con una libreta Moleskine abierta junto al teclado. En ella apuntaba todas las pistas que iba dejando en el texto, todos los sucesos importantes, los nombres de las víctimas, el día en que les habían asesinado, las declaraciones de los testigos... dos meses después tenía un guión de 70 páginas y varias decenas de hojas repletas de datos, fechas, dibujos y reflexiones.

Creo que nunca he disfrutado tanto escribiendo un texto. Jugando al gato y al ratón conmigo mismo. Engañándome, dejándome pistas falsas, haciéndome la zancadilla... creo que nunca dibujé personajes con un pasado tan afilado, con un equipaje tan cargado de recuerdos, de errores, de lamentaciones...

Disfruté tanto durante el proceso, que solo un imbécil podría imaginar que todo lo que vendría después no sería nefasto. Yo era ese imbécil. Aun lo sigo siendo.

La compañía para la que había escrito el texto no pudo montar la obra, por lo que me quedé con un guion en las manos que no sabía cómo subir al escenario. Cargado a partes iguales de exceso de confianza y de inexperiencia, decidí producir la obra con mi propio dinero y encargarme de encontrar al equipo que diera vida a las palabras que había escrito.

Decía Friedrich Hegel: Tened el valor de equivocaros. Si sus palabras son ciertas, yo debo tener el coraje de un superhéroe, porque no paro de tomar decisiones equivocadas una vez tras otra.

Al principio nos fue bien, construimos un castillo de naipes precioso, pero luego alguien abrió la ventana y las cartas salieron volando. Todo el tiempo, el esfuerzo, el dinero y el cariño invertidos en el proceso se cayeron sobre mí y quedé sepultado por el peso de una obra que se había desplomado dos veces en menos de un año.

Cuando ya me había rendido aparecieron Sergio Torrico y Diego Thomé y decidieron apostar por un texto en el que ya no creía ni su propio autor. Es curioso, porque durante todo el proceso creativo los protagonistas nunca tuvieron nombre, se llamaban simplemente DETECTIVE 1 y DETECTIVE 2. Ahora tienen los suyos y ya jamás podrán llamarse de otra forma.

Finalmente, el 7 de enero estrenamos Lanzar los dados en La Nao, un pequeño teatro de unas 35 localidades. No fue un parto fácil, pero el resultado estuvo a la altura del esfuerzo. El sábado 25 de febrero, tras dos meses en cartel, nos despedimos de la sala.

Nuestro viaje no ha hecho más que comenzar, creemos que todavía nos queda mucho por hacer y queremos continuar recorriendo escenarios. Pero por muy larga y fructífera que sea nuestra gira, algo dentro de mí me dice que la emoción que sentí al ver Lanzar los dados por primera vez, cuando ya había asumido que la obra nunca se representaría, no se volverá a repetir.

Recuerdo una entrevista que le realizaron a Pep Guardiola tras ganar seis títulos de manera consecutiva con el Futbol Club Barcelona, en la que le preguntaban por el que más ilusión le había producido. Sin pensarlo contestó que el momento más importante de toda su carrera fue cuando ganó la copa de Campeón de Tercera División con el filial del Barça. Según explicó, aquel humilde título tenía una importancia mayor que el Mundial de Clubes o la Champions League, porque lo obtuvo cuando nadie confiaba en él, dirigiendo un equipo en el que nadie creía, y eso le confería un valor incalculable.

Su respuesta, al escucharla por primera vez, me pareció frívola. Ahora ya no me lo parece.

Hoy, mientras escribo este texto, comprendo que de todo este proceso, repleto de decepciones y emociones a partes iguales, aprendí dos cosas: la primera es que soy escritor y el trabajo de un escritor debe ser escribir. Esto, que parece obvio, es algo que he olvidado en repetidas ocasiones, así que lo dejo por escrito para que la próxima vez que me salte mi propia regla y quiera hacer algo que no sea inventar historias, pueda decirme a mí mismo: Te lo advertí. La segunda, como no podía ser de otra forma, es que mi abuela estaba en lo cierto.