La tarde que conocí a Holden Caulfield
Hay decisiones simbólicas que cambian una vida.
Como la que tomó Tommie Smith al ganar la medalla de oro en las Olimpiadas celebradas en México en el año 1986. Tras subir al podio decidió alzar su mano derecha, oculta en un guante, para protestar por las injusticias que se cometían en su país contra las personas negras.
Al hacerlo, aunque en ese momento no podía saberlo, se convirtió en un icono de los movimientos sociales, pero también fue expulsado del equipo olímpico y acabó limpiando coches en un aparcamiento.
Ya lo dije antes, hay decisiones simbólicas que, para bien o para mal, cambian una vida de forma irreversible.
***
Yo siempre quise ser escritor. Lo tuve claro desde la primera vez que me senté delante de un folio en blanco e intenté elaborar una redacción para el colegio.
En mi casa nadie escribía. En mi casa, a decir verdad, ni siquiera se leía mucho. En nuestro salón había una estantería en la que se acumulaban media docena de novelas de Stephen King, la enciclopedia médica familiar del cuerpo humano editada por el Profesor Peter Abrahams y un par de libros que mi madre había comprado en el quiosco que había junto a nuestro portal, en los que se detallaban ejercicios para mantenerse en forma.
Y aquella balda representaba todo el interés literario de nuestra familia.
Aun así un día les comuniqué a mis padres mi intención de convertirme en escritor. No le dieron la menor trascendencia a la noticia confiando en que se tratase de una enajenación transitoria, como la que tiene cualquier niño que desea ser bombero o futbolista o campeón del mundo de lucha libre.
Años después escribí un relato que contaba la historia de una anciana que vivía sola en una casa y que hablaba constantemente con su marido, fallecido meses atrás. Al terminarlo salí al salón y le entregué los diez folios que ocupaba el texto a mi madre.
Ella lo leyó con atención. Cuando terminó me lo devolvió y dijo:
-¿Esto es lo que quieres hacer? ¿Así quieres ganarte la vida? Nadie va a pagar por leer esto.
Knockout en el primer asalto. Mi carrera como escritor acababa en la lona segundos después de sonar la campana con la que debía iniciarse la contienda.
***
Con dieciocho años encontré empleo como mozo en un almacén textil. Era un trabajo duro con una jornada diaria de doce horas.
Mi jefe era un chico de unos treinta y cinco años que aseguraba que dirigir aquella empresa era demasiado difícil para una sola persona y que necesitaba una mano derecha y que si hablaba poco y escuchaba mucho, esa mano derecha podía ser yo. Entonces pensé que quizá mis padres estaban en lo cierto y decidí centrarme en lograr aquel puesto.
El almacén en el que trabajaba estaba ubicado en un polígono industrial. En una calle que desembocaba en un cruce señalizado con un semáforo. Para volver a casa debía dirigirme a la derecha. Un día, cuando el semáforo se puso en verde, giré a la izquierda. Supongo que tal vez quería encontrar un atajo, descubrir si había una forma más rápida de regresar.
Acabé perdido dando tumbos por calles que me parecían todas iguales. Detuve el coche en doble fila y bajé para preguntar. Al hacerlo, por casualidad, descubrí que me había parado frente a una pequeña librería.
Entonces recordé un verano, años atrás, en el que encontré un libro en el cajón de una cómoda de la casa que mis padres habían alquilado olvidado por los anteriores inquilinos. Lo leí en una tarde, sin moverme para beber agua o para usar el cuarto de baño. Trataba de un chico al que expulsan del instituto pero no se atreve a contárselo a sus padres, así que decide escaparse y se pasa tres días dando tumbos de un lado para otro y acaba en un parque cuyo lago está congelado y se pregunta por el lugar en el que se esconderán los patos cuando el agua se hiela.
Abrí la puerta de la tienda. Sobre el marco había tres tubos metálicos que produjeron una melodía enlatada. Olía a papel y a goma de borrar. Apareció una señora tras el mostrador. No recordaba el título del libro ni tampoco el autor, así que le conté todo lo que ocurría intentando que lo hubiera leído y reconociese la obra. Lo hice con la esperanza con la que una persona se juega los ahorros de toda una vida a un número de la ruleta.
Sonrió cuando terminé de hablar. Era más baja que yo. Llevaba un jersey blanco y de su cuello colgaban unas gafas sujetas a un cordón dorado.
-Todo el mundo conoce ese libro -dijo-. Es El guardián entre el centeno.
Buscó en una de las estanterías y me entregó un ejemplar. Era de bolsillo; blanco, con el título y el nombre del autor escritos en tinta azul. Regresé al coche y cerré la puerta. Todo estaba en silencio en su interior. Abrí el libro y comencé a leerlo.
Cuando llegué a casa mis padres me estaban esperando. Parecían preocupados.
-¿Dónde has estado? -preguntaron-. Es muy tarde.
-Lo sé -respondí-. Tenía trabajo atrasado y quería ponerme al día.
Y, aunque pudiera parecer lo contrario, cada una de aquellas palabras era cierta.
***
Años después, cuando me marché a vivir solo, me llevé dos maletas llenas de ropa, una taza de desayuno con el escudo del Atlético de Madrid serigrafiado y aquel ejemplar de El guardián entre el centeno.
***
Anoche, al devolver a la librería la novela que acababa de leer, me topé de forma fortuita con el ejemplar, amarillento por el paso del tiempo, del libro escrito por J. D. Salinger.
Fue entonces cuando recordé esta historia.
Y al hacerlo, con la perspectiva de los años, comprendí por primera vez la trascendencia que tuvo en mi vida aquella decisión aparentemente intrascendente.
