Frank Morris ya no vive aquí

29.01.2018

Leo en la prensa de este fin de semana que el pasado año 2013 la comisaría de policía de Richmond (California) recibió una carta escrita, presuntamente, por John Anglin. 

John fue uno de los tres fugados, junto a su hermano Clarence Anglin y a Frank Morris, del centro penitenciario de máxima seguridad situado en la Isla de Alcatraz.

En la misiva, que ahora se ha hecho pública, Anglin asegura que los tres reos escaparon con vida y que han logrado, durante décadas, burlar a la justicia.

A mí personalmente la Isla de Alcatraz me pilla, aproximadamente, a unas catorce horas de vuelo. Aun así debo confesar que siempre sentí curiosidad por la historia de la supuesta fuga. Del mismo modo, supongo, que prefería pensar que la llegada del hombre a la luna la rodó Stanley Kubrick.

Fui un niño que se pasaba las noches viendo películas americanas y ahora soy un adulto que se gana la vida escribiendo cuentos. Si me dan a elegir entre ficción y realidad, no suelo tener demasiados problemas para decantarme por la primera opción.

Lo curioso de todo esto es que ese mismo año 2013, el año en que supuestamente Anglin escribió su carta a la policía, yo escribí un relato titulado Frank Morris ya no vive aquí, con el que obtuve el primer premio en el Certamen de Jóvenes Creadores de Ávila, en el que, desde otro punto de vista, abordaba esa misma probabilidad.

Las casualidades no existen. O eso dicen.

Aquí la noticia completa:

https://www.elmundo.es/papel/historias/2018/01/26/5a6a156146163f0a298b4656.html

Y aquí el relato que escribí:

FRANK MORRIS YA NO VIVE AQUÍ

1

Coge la taza con ambas manos y la aprieta entre sus dedos. Hace frío y la sensación que le produce le resulta agradable, es como si el calor del café pudiera atravesarle la piel mezclándose con la sangre que corre por sus venas.

Mira su reloj de pulsera durante un instante. Aún es pronto pero ya se siente mareado. Apura la bebida de un trago y se pregunta si todo saldrá bien, si su viejo cuerpo resistirá hasta el momento idóneo.

Está sentado junto a un gran ventanal desde el que puede verse el cielo de San Francisco. Es azul, como el de cualquier otro lugar, pero para él tiene algo especial que lo diferencia del resto del mundo.

Un avión lo atraviesa ante sus ojos. A tanta distancia le parece un juguete silencioso y lento, como si no fuera capaz de alcanzar la velocidad a la que circula un automóvil cualquiera por la autopista.

Lo sigue durante unos segundos con la mirada y rememora la primera vez que viajó en uno de ellos para huir de la ciudad que le había visto nacer.

Recuerda que un amigo le aseguró que el mundo en el que vivíamos se transformaba en un paraíso desde la ventanilla de un avión.

Las personas dejaban de ser buenas o malas, blancas o negras, altas o bajas... para convertirse en seres diminutos, como insignificantes hormigas. Las ciudades perdían su forma habitual para transformarse en gigantescos mapas en relieve. Y el mar, el mar lo bañaba todo hasta hacer del suelo una inmensa alfombra azul.

Pero lo que él vio desde su asiento no se pareció en nada a lo que le habían prometido: un grasiento motor del tamaño de un barril de cerveza y una alargada superficie metálica, lisa y gris, con el logotipo de la compañía aérea serigrafiado.

2

El 4 de septiembre de 1934 Joseph Bowers ingresó en la prisión de máxima seguridad de la Isla de Alcatraz tras ser detenido por robar 16,63 dólares de una tienda de ultramarinos del pequeño pueblo en el que vivía.

Desde su llegada al centro penitenciario tuvo diferentes altercados con otros presos y con varios funcionarios debido, en parte, a su fuerte carácter, lo que le impedía acatar las estrictas normas a las que debían someterse los internos de la isla, y, por otro lado, al precario estado en el que se encontraba su salud mental.

Como reprimenda a su continua actitud desobediente, le fue asignada una de las tareas más tediosas a las que se podía someter a un reo: clasificar metales y quemar residuos en la incineradora de la prisión, situada a escasos metros de la orilla.

El trabajo se realizaba en soledad, bajo la atenta mirada de un vigilante ubicado en una torre de control; al aire libre, sufriendo las inclemencias del tiempo; y contemplando en la distancia como cada jornada cruzaban la bahía decenas de barcos turísticos que le recordaban su anhelada vida en libertad.

Una mañana, aprovechando el cambio de turno en la torre de control, Joseph intentó escalar la zanja metálica que le separaba del mar, pero no tuvo tiempo de lograrlo y su cuerpo inerte cayó al suelo desde una altura de más de veinte metros tras recibir el impacto de una bala.

Aunque algunos de los presos que fueron testigos del incidente aseguraron que Bowers no quería lanzarse al agua, sino que intentaba dar de comer a una gaviota posada sobre la verja, lo cierto es que el suyo está considerado como el primero de los catorce intentos de fuga que se llevaron a cabo en los más de veinticinco años de funcionamiento del centro penitenciario de la Isla de Alcatraz.

3

Camina por el embarcadero con la mirada clavada en las láminas de madera que hay bajo sus pies. Alrededor del barco anclado hay decenas de personas agolpadas esperando su turno para subir a bordo. Frank se coloca tras un joven matrimonio que cierra la fila. Él sostiene en sus brazos a una niña rubia de ojos claros que no parece tener más de nueve años de edad.

-¿Tienes miedo? -le pregunta su padre.

La niña mira de un lado a otro antes de responder, como si estuviera buscando algo.

-¿No irán a dejarme allí dentro? -responde asustada.

Su madre sonríe.

-Si te portas bien no lo harán -le dice.

Un tripulante retira el cordón de seguridad y la gente comienza a embarcar de forma apresurada, como si creyeran que haciéndolo de manera más organizada el barco fuera a zarpar dejándoles en tierra. Cuando le llega el turno al joven matrimonio, el hombre se gira, mira a Frank a los ojos y se dirige a él.

-¿No le parece curioso? -dice-. Para cualquiera de nosotros vivir en una isla sería un sueño, pero para ellos debió ser una pesadilla.

Sonríe abiertamente tras expresar su ocurrencia. Frank le devuelve la mirada y también la sonrisa, pero no responde.

4

El 13 de enero de 1939 se produjo una de las tentativas de fuga más multitudinarias en la historia del centro penitenciario de la Isla de Alcatraz. Un grupo formado por cinco internos: Arthur Baker, Dale Stamphill, William Martin, Henry Young y Rufus McCain intentaron escapar abandonando la prisión desde la unidad de aislamiento en la que se encontraban.

Lograron deformar los barrotes de sus celdas, se colaron a través de ellos y cruzaron al exterior sin levantar sospechas; pero una vez situados en la orilla oeste de la isla fueron descubiertos por uno de los vigilantes encargados de inspeccionar la zona.

Se les ordenó insistentemente por megafonía que cesaran en su intento de huida, por lo que Martin, Young y McCain se entregaron pacíficamente a la autoridad; en cambio, y aunque no tenían la menor oportunidad de lograrlo, Sthampill y Baker se lanzaron al agua de forma desesperada, lo que obligó a los guardias a abrir fuego contra ellos.

Dale Stamphill murió en el acto, sobre la gélida bahía de San Francisco, Arthur Baker, en cambio, lo hizo varios días después, postrado en una cama del hospital de la prisión.

5

El sol se refleja en el mar y la luz le golpea con fuerza en los ojos. Está cansado y le duelen. Le cuesta mantenerlos abiertos. También le resulta complicado mantener el equilibrio, siente como si de un momento a otro fuera a desplomarse sobre la proa ante la atónita mirada del resto de turistas.

Saca un pañuelo de hilo del bolsillo de su chaqueta y se seca el sudor de la frente con él. Antes de guardarlo nuevamente lo mira durante un instante. En la parte izquierda hay unas iniciales bordadas. Son suyas, pero no le pertenecen. Finalmente se decide a arrojarlo al agua con desdén. Al hacerlo siente como si se estuviera desprendiendo de una pesada armadura, como si deshacerse de aquel pequeño pañuelo de hilo significara deshacerse de una enorme mentira que le hubiera acompañado durante décadas.

El viaje termina. El barco se amarra al puerto de la Isla de Alcatraz y un guía turístico, disfrazado de funcionario de prisiones, les indica a los visitantes que ya pueden desembarcar.

Antes de dejarles pisar suelo firme, el guía, como parte de la recreación de la visita, les pregunta uno por uno su nombre completo, tratándoles como si en lugar de turistas, fueran nuevos internos a punto de ser recluidos.

Cuando le llega el turno a Frank su rostro ya está bañado en sudor, no puede disimular el temblor de sus manos, pese a tenerlas escondidas en los bolsillos del pantalón, y la irritación de la garganta le impide tragar saliva.

-Diga su nombre completo -le solicita el guía turístico forzando su voz para que parezca lo más grave posible.

Frank le mira con sus ojos congestionados durante un largo rato, un rato que se hace eterno para el numeroso grupo de personas que esperan impacientes tras él.

-Frank Morris -responde finalmente con voz quebradiza.

-Claro -contesta sonriendo el falso funcionario-, y yo soy Al Capone.

6

El 31 de julio de 1945 John K. Giles consiguió abandonar el centro penitenciario oculto en un barco militar llegando en él hasta la Isla de Ángel, siendo el suyo uno de los escasos intentos de fuga en el que un interno consiguió cruzar el mar para alcanzar tierra firme.

Giles era un ladrón de poca monta; llegó a Alcatraz tras haber cumplido diferentes condenas en varios centros penitenciarios por robos de escasa cantidad económica ejecutados sin violencia. Estuvo preso durante casi una década y en todo ese tiempo se comportó como un reo modélico, por lo que nunca se sospechó del plan de huida que tramó durante su estancia en la isla.

Pronto consiguió un empleo en la lavandería de la prisión, y fue allí donde ideó su plan. Entre las múltiples tareas a desempeñar, se encontraba la de lavar y planchar los uniformes que usaban los militares del ejército de Los Estados Unidos. Una vez por semana un barco de la armada recogía la ropa limpia y dejaba una nueva colada. Giles pensó que si lograba juntar un traje completo de Sargento de la Marina, conseguiría montarse en el barco haciéndose pasar por un alto cargo militar y abandonaría la cárcel de Alcatraz sin que nadie percibiera su ausencia.

Para no levantar sospechas durante los hurtos de las prendas necesitó espaciar el tiempo entre cada robo, lo que le llevó a tardar ocho largos años hasta que consiguió juntar un uniforme completo.

Finalmente, tras la larga espera, el último día de un caluroso mes de julio John se enfundó su arrugado traje y consiguió colarse en el barco militar encargado de transportar la colada por una de sus escotillas.

Pasó todo el trayecto haciéndose el abstraído, con un cuaderno en sus manos emulando que tomaba notas. Intentó no entablar conversación con el resto de la tripulación para evitar ser descubierto, pero pocos minutos antes de desembarcar el oficial al mando del navío, al observar el mal estado de su uniforme y, sobre todo, al comprobar que no llevaba ninguna placa identificativa, se acercó hasta el lugar en el que se encontraba y le exigió que se presentara diciendo en voz alta su rango y su nombre completo.

John, que durante años había planificado minuciosamente la fuga, nunca pensó que existiera la posibilidad de tener que identificarse, por lo que, preso de los nervios, respondió diciendo su nombre verdadero en voz alta.

-¡Sargento John Giles! -gritó.

Lo cual, irremediablemente, hizo que fuera descubierto de inmediato llevándole de regreso al centro penitenciario de la Isla de Alcatraz.

7

Un largo y estrecho pasillo separa a Frank de su objetivo. Tras dos horas de recorrido y de explicaciones en diferentes idiomas, la visita finaliza en la celda del preso más popular de la penitenciaria, el único al que nunca consiguieron hacer regresar.

Frank camina arrastrando los pies, le parece como si cada paso le alejara unos centímetros más de su destino en lugar de acercarle. Son varias las veces que tiene que detenerse exhausto a tomar aire apoyando ambas manos en la pared húmeda y desconchada de la cárcel.

La habitación es rectangular y no mide más de diez metros cuadrados. Hay un pequeño escritorio con una vieja silla de madera frente a él y una cama deshecha con lo que parece una cabeza de maniquí apoyada sobre la almohada.

El guía les indica a los turistas que cada detalle de la celda ha sido recreado con sumo cuidado, intentado que todo esté como se lo encontraron los guardias la mañana de su desaparición.

La tos de Frank interrumpe su discurso. Es una tos grave, la de un hombre que sufre al respirar. Todo el mundo se vuelve para mirarle, mientras él, con mucha dificultad, intenta abrirse paso entre la multitud. Cuando lo logra se sitúa a los pies de la cama e intenta tragar una bocanada de aire, pero no lo consigue, abre la boca tanto como sus mandíbulas le permiten hacerlo, pero el oxígeno se niega a recorrer su garganta.

Finalmente cierra los ojos despacio y su cuerpo inerte cae sobre el colchón provocando un estruendoso crujir de muelles oxidados.

El equipo médico encargado de levantar el cadáver tarda diecisiete minutos en desembarcar en la isla.

Nadie parece conocer al fallecido; no ha llegado en compañía de ningún familiar o amigo, por lo que el forense toma la decisión de buscar en los bolsillos de su ropa algún documento identificativo. Lo único que encuentra es un frasco de pastillas vacío y una nota manuscrita doblada varias veces con el siguiente texto:

Ya casi había olvidado lo que se sentía durmiendo sobre esta cama.

Frank

8

Frank Lee Morris nació el 1 de septiembre de 1926 en Washington. Comenzó a delinquir a la temprana edad de trece años, lo que le llevó a pasar por diferentes reformatorios hasta que, el mismo mes en el que cumplió la mayoría de edad, fue internado por primera vez en una prisión.

El 20 de enero de 1960 Morris fue trasladado al centro penitenciario de máxima seguridad de la Isla de Alcatraz, donde se le asignó el número de prisionero AZ1441.

Pocas semanas después de su ingreso, descubrió que la pared en la que estaba encajada la rejilla de ventilación de su celda no era demasiado sólida debido a la humedad de la isla, por lo que creyó que si conseguía desprender el cemento que la rodeaba podría extraerla y abandonar la prisión por el hueco que dejara.

Para lograr su propósito se alió con los hermanos John y Clarence Anglin. Juntos construyeron una precaria balsa uniendo diferentes chubasqueros y recrearon sus bustos usando papel maché del taller de manualidades y cabello humano de la peluquería del centro.

Durante varias noches colocaron los muñecos entre las sábanas de sus camas, para confundir a los guardias en los recuentos nocturnos, y de ese modo poder recorrer las galerías de la prisión buscando la ruta de escape más factible.

La noche del 11 de junio de 1962 ejecutaron su plan. Los tres reos abandonaron sus celdas para encontrarse en el pasillo de mantenimiento, desde allí accedieron al tejado de la cárcel y, una vez estuvieron en lo alto, anduvieron a hurtadillas hasta alcanzar uno de sus extremos; finalmente descendieron por una cañería llegando a la orilla de la isla.

Para inflar la embarcación que habían fabricado utilizaron el muelle de un viejo acordeón que le habían robado a otro interno y un sistema de válvula fabricado con una botella de plástico y una pelota de ping-pong.

Por último se lanzaron al mar y se alejaron de la Isla de Alcatraz impulsándose con sus propias piernas.

Hasta la mañana siguiente no fueron descubiertos. Tras no presentarse al primer recuento del día, las fuerzas de seguridad acudieron a sus celdas y descubrieron los muñecos sobre el colchón y los respiraderos desencajados.

El FBI desplegó un numeroso grupo de agentes para realizar la búsqueda de los presos en la bahía de San Francisco; pero no fue allí, sino en la pequeña Isla de Ángel, donde hallaron el único rastro de ellos, un maltrecho monedero fabricado con trozos de impermeable, en cuyo interior se encontraron objetos personales de los hermanos Anglin.

Tras largos días de búsqueda incansable, y con la intención de acabar con los rumores que auguraban el éxito de la fuga, el director del centro penitenciario anunció públicamente que los internos habían fallecido ahogados y sus restos habían sido devorados por los tiburones, pese a no disponer de pruebas suficientes para demostrar dicha teoría.

Aún hoy, casi medio siglo después, los acontecimientos no han sido esclarecidos, por lo que el paradero de los hermanos Anglin y de Frank Lee Morris continúa siendo una incógnita.