Cambio de temperatura

24.07.2017

Hace algún tiempo leí una teoría que comparaba la toma de decisiones con lanzarse a una piscina. 

Según aseguraba el citado estudio, lo que nos asusta no es el agua de la piscina sino el cambio de temperatura, pasar en cuestión de segundos de 40 a 24 grados.

Cuando estamos fuera, sudando, sufriendo un sol de castigo sobre nuestras cabezas; protestamos constantemente, nos quejamos del calor, de nuestra piel pegajosa, del agotamiento... pero después, cuando tenemos la posibilidad de cambiar eso, lo hacemos despacio, muy despacio, pasito a pasito, agarrando con fuerza la escalera metálica, como si algo en nuestro interior nos dijera que estamos cometiendo un error.

Lo más curioso es que tras la aclimatación del cuerpo a la nueva temperatura, animamos a nuestros amigos y familiares para que se lancen sin pensárselo. ¡Salta! ¡El agua está increíble! Les decimos. Les pedimos que sean valientes, que no usen la escalera, que no sean cautos; les pedimos, en definitiva, que tengan más coraje que nosotros y que no comentan los mismos errores que hemos cometido.

Pero una semana después, o tres horas más tarde, o el siguiente verano, al acercarnos al borde de piedra, en cuanto los dedos de nuestros pies toman contacto con el agua fría, volvemos a la casilla de salida.

La dichosa temperatura.

Con una diferencia de pocos meses tomé las dos decisiones más importantes de mi vida: Ser padre y abandonar el trabajo en el que había pasado los últimos 13 años para intentar cumplir mi sueño.

El 2 de noviembre de 2016 nació mi hija Daniela. La primera vez que la cogí en brazos fue como sostener una delicada obra de arte que piensas que puede caérsete en cualquier momento rompiéndose en mil pedazos. Aunque la tuve entre mis manos un largo tiempo, no consigo recordar con demasiada nitidez nada de lo que ocurrió; la emoción convierte los recuerdos en una densa nebulosa.

Lo que sí recuerdo es que ella me agarró con fuerza, con toda la fuerza que le permitían sus pequeños brazos, lo hizo, supongo, para sentirse segura, lo hizo de la misma forma en que nosotros nos aferramos a la escalera metálica antes de bajar a la piscina. Lo hizo, en definitiva, por el miedo que le producía dejar atrás todo lo que conocía para empezar una nueva vida.

Antes de ser padre nunca me había parado a pensar demasiado en la paternidad. Tampoco lo hago ahora. No conozco decenas de métodos de aprendizaje, ni he leído ninguno de esos libros que te explican cómo funciona el cerebro de un niño, o que te dicen lo que debes hacer cuando llora o cuando ríe, o que te cuentan el mejor método para alimentarle, o la manera de actuar si tiene fiebre o si se golpea contra el borde de una mesa... Pero, como le ocurre a todos los padres del planeta, a mí también me atormenta la idea de saber si soy y seré un buen ejemplo para mi hija.

Un día, varias semanas después del nacimiento de Daniela, la tenía en mis brazos, durmiendo sobre mi pecho, y me quedé un largo rato mirándola en silencio, viendo como el oxígeno inflaba y desinflaba su espalda. Y pensé en lo que me gustaría enseñarle, intenté pensar en una cosa que, por encima de cualquier otra, quisiera que ella aprendiera de mí. Y entonces, sin saber muy bien por qué, recordé la teoría del cambio de temperatura. Entendí que si entras al agua despacio, con mucho miedo, que si te pasas la vida agarrado a la escalera metálica o caminando sobre el borde sin decidirte a saltar, luego no podrás pedirle a otra persona que lo haga, y menos si esa otra persona es tu hija cuya principal fuente de aprendizaje son tus propias acciones.

Durante 13 años compaginé mi carrera de escritor con un trabajo que odiaba. Me gustaba imaginar que era como una especie de superhéroe que durante el día trabajaba en una oficina y por la noche se calzaba unas mallas ajustadas y una capa y escribía novelas y obras de teatro. Pero lo cierto es que mi historia distaba mucho de ser la de un superhéroe, era una persona miedosa que rechazaba proyectos que le apasionaban porque no podía compaginarlos con las ocho horas que se pasaba cada día sentado delante de un ordenador cumplimentando formularios.

Suele asociarse la paternidad con la falta de libertad pero, curiosamente, yo no supe lo que era ser libre hasta que nació mi hija.

Mentiría si dijera que, aunque soy feliz, mucho más feliz de lo que nunca antes había sido, de lo que nunca antes había imaginado siquiera, algunas noches no me asaltan los miedos y me invade el pánico, como cuando dejas de nadar durante unos segundos y de repente vuelves a sentir el frío del agua y piensas que quizá no deberías haber saltado. Y entonces me atormenta la idea de pensar que quizá no esté haciendo bien las cosas, que abandonar un trabajo estable para escribir cuentos no es una decisión acertada, que no soy un buen ejemplo para mi hija, que es una imprudencia no disponer de un sueldo estable cuando acabas de ser padre y tienes una hipoteca firmada para los próximos treinta años y la letra del coche y el recibo de la luz y el del agua...

... Agua.

Hace unos días Daniela estuvo por primera vez en la piscina. El agua estaba fría, pero a ella no parecía importarle. Reía y jugaba y movía sus pies y yo la agarraba en brazos y la alzaba y la sumergía y ella no paraba de saltar y reír.

Quién sabe, tal vez no lo esté haciendo del todo mal.